jueves, 16 de febrero de 2012

VIII

Los gases concentrados bajo la techumbre metálica de la estación le revolvieron el estómago mucho antes de que accediera a las dársenas por la escalera mecánica. El autobús esperaba ya con el maletero abierto y la mitad de sus plazas ocupadas por estudiantes con caras largas de tarde de domingo. Su padre aguardó estoico con aquel gesto inescrutable que tanto le incomodaba, a medio camino entre su peor disgusto y un alivio inquietante. Parecía que los fines de semana le resultaban tan monótonos y cortos como a él mismo y que las interminables semanas, abocadas a aquellas ineludibles esperas entre coches de línea, eran una condena que ambos compartían con resignación.

Al primer trompicón del autocar, Díaz hizo un gesto con la mano que su padre correspondió con otro no menos apático. Intercambiaron por último una sonrisa de sincero cariño antes que el vehículo abandonara la dársena con una parsimonia que el conductor mantuvo hasta que salvó la estrecha salida de la nave con sorprendente pericia. Enfilaron la avenida hacia las primeras sombras del crepúsculo y pronto cruzaron el río frente al arco milenario. La modesta iluminación de la fortaleza les alumbró apenas unos metros hasta que la carretera nacional giró a la izquierda en busca de la primera aldea de la sierra. El muchacho apoyó la sien en el cristal frío de la ventana sin llegar a volverse. Nadie se había sentado a su lado y otras muchas plazas quedaban vacías. Díaz prefería tragarse en soledad los miedos y frustraciones que sus temporales y continuos destierros le seguían produciendo semana tras semana. Espió los rostros que tenía mas cercanos, tratando de identificar alguno de aquellos sentimientos, pero sólo en unos pocos halló algo de la inquietud que a él le torturaba.

El runrún familiar del motor le ayudó a sumirse en un estado semiconsciente del que le sacó la bocina del autobús. Los improperios casi rutinarios del conductor y los gritos de un par de muchachas sobresaltaron al resto de los pasajeros que se asomaron justo a tiempo de ver pasar a los dos coches involucrados en el adelantamiento imprudente que podía haberles mandado a la cuneta. Visiones antiguas de accidentes terribles vinieron a despertarle por completo y no pudo evitar imaginarse entre un amasijo de hierros y cristales. Un inesperado sentimiento de inseguridad le vino, sin embargo, a aliviar de tan macabros augurios, al presumir las inevitables comparaciones que su muerte suscitaría con la de aquel otro estudiante, mucho más admirado y popular, cuyo suicidio seguiría, a buen seguro, consternando a sus compañeros comunes.  Aquel a quien en vida muy pocos hicieron sombra en lo académico o lo social, conseguiría humillarle también desde la tumba, ninguneándole como cadáver, por muy típico y formal que se mostrara en su ataúd.

Para cuando hicieron su primer y penúltimo alto en la desolada parada de San Pedro, la espesa niebla que los faros habían conseguido apartar durante varios kilómetros, les engulló sin piedad. Se coló al deslizarse la puerta del autocar, dejando paso a un aterido muchacho desgarbado que se descubrió con un escueto saludo. El gorro en la mano, tiró hacia el fondo del coche y pasó a su altura emanando un aroma de frío y de humo que le evocaron tardes junto a la hoguera en la finca de sus tíos. Díaz le miró de soslayo mientras se sentaba dos filas más atrás. En su gesto de hastío creyó reconocer la desgana de un estudiante forzoso anhelante de abandonar para siempre el yugo familiar y resistió una envidia de la que debía avergonzarse, pero que le sumió en un humor taciturno que le acompañó durante el resto del viaje.

Los más impacientes se pusieron en pie y comenzaron a recoger sus bultos con los primeros reflejos dorados de la catedral sobre el agua lenta del río. Él trató de dilatar el éxodo, volviendo la mirada hacia las naves que se esparcían por los arrabales de la ciudad, mientras se aproximaban irremediablemente a la estación. Desde allí se dispersaron en silencio, como si la oscuridad de la noche, el frío y las afueras impusieran un sigilo tenso de respeto y de temor. Nadie le siguió hacia el cementerio, de camino a la residencia, pero aceleró el paso con la urgencia repentina y dócil de encerrarse en su cuarto, deshacer su bolsa y meterse en la cama.

Se alegró de no encontrar a nadie en recepción y alcanzó las escaleras con el eco de los goles, recordados desde la sala de televisión, sin cruzarse con ninguno de sus compañeros. Ya en el pasillo, ralentizó la marcha por amortiguar sus pasos sobre las baldosas pulidas y, muy próximo a su habitación, se detuvo sobresaltado. Alguien lloraba, muy quedo, tras una de las puertas cerradas. Se aproximó un par de pasos hacia la que le pareció que ocultaba los sollozos, pero estos cesaron de repente, alertados tal vez por su presencia. Unos minutos más tarde, Díaz se acostó con la satisfacción de saber que alguien más vivía amargado en aquel penal.  

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