lunes, 27 de febrero de 2012

IX

Aquella noche despertó con una angustia diferente. Por primera vez en los últimos días la imagen que soñó no fue la de un cadáver sino la del hombre vivo que había amado y que ahora odiaba con una mezcla de culpa y desencanto. Cuando supo de su traición, le hubiera gustado verle muerto, tal fue el dolor que le infligió al confirmarle lo que aquel otro muchacho se había acercado a contarle unas semanas antes, pero, al poco, y animada por su amiga Miriam, decidió perdonarle la vida y odiarle con coraje, con orgullo y con un secreto y vergonzoso afán de verle arrepentido y de nuevo a sus pies. Tal vez por ello Charo había decidido no hacer pública (fuera de su círculo más cercano) una ruptura que, por otra parte, Antonio se había resistido a aceptar.

La muchacha encontraba aquel detalle particularmente doloroso y difícil de comprender. Los infructuosos, más confiados, intentos de obtener su perdón, no concordaban en absoluto con la intención de un suicida, a menos que la tozuda esperanza que aún demostró en su última tentativa se la hubiera ella truncado con aquel gesto falso de desdén que tuvo que forzar. Miriam le había aconsejado que le castigara un poco más, antes de empezar a disculparle su deslealtad y ella había accedido sin darse cuenta de que nunca más tendría ya oportunidad de perdonarle. Una ruptura definitiva y mucho más notoria de cuanto hubiera imaginado, había venido a confirmar lo que muchos sospechaban y por fin sabían todos; aquellos mismos que la compadecían no sólo por el amor perdido sino por la culpa insoportable que tan certeramente le suponían.

Esa misma culpa, que era también un miedo atroz, una vergüenza furiosa y un agotamiento insuperable, justificaron su reclusión durante los días que siguieron a la fatal noticia. Tan sólo sus padres, de visita inevitable, consiguieron sacarla de su habitación y la llevaron a comer a un restaurante de un pueblo cercano donde fuera imposible cruzarse con alguno de sus conocidos. Miriam se había encargado de apaciguar la curiosidad de sus compañeras y de agradecer las más o menos sinceras muestras de pesar que todas quisieron transmitirle. Su amiga no le había ocultado el revuelo general que el asunto había causado y le había alertado del particular y malsano interés que un tal Romero (que resultaba ser vecino de su novio) había demostrado cuando ella, tratando de evitar el fisgoneo de sus compañeros de facultad, les había informado de su estado con una escueta declaración. Al tanto como le puso de la confidencia de aquel otro muchacho de su residencia y, con un repentino afán por preservar la reputación de Antonio, Charo había vuelto a solicitar de su amiga la mayor discreción y Miriam, casi indignada, le había reiterado su incondicional lealtad; la de una fidelísima y ferviente admiradora, sombra mediocre, paño de lágrimas, amiga para todo, que la había seguido hasta allí y, sólo por obediencia filial, no estudiaba farmacia como ella.

La confianza de Charo se había acostumbrado a la presencia constante de Miriam como algo natural e incluso necesario; tanto que, durante los días que siguieron al suicidio y mientras su amiga acudió a clase, apenas pudo sobrellevar el inicial estupor que la noticia le provocó ni la cascada de sensaciones que le siguieron y, sólo tras el fin de semana, con ella a su lado, había conseguido reunir el  valor suficiente para presentarse en la facultad y afrontar los gestos de compasión y recelo que venía imaginando desde que se supo víctima y culpable, libre y condenada, viuda y soltera, tal vez para el resto de su vida.   

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