miércoles, 22 de febrero de 2012

Carteras, cromos y ceniza

La cartera de cuero cargada a su espalda iba golpeándole la nuca y los riñones a cada zancada sobre el suelo encharcado del patio, en busca de la entrada al palacio que era su colegio. El peso inhumano de los libros constituía la primera tortura de un día que ya estaba empezando tarde y de malas maneras. Atravesó salas y pasillos como una exhalación con el verdugo verde haciéndole picar el cuello de sudor insoportable. Al llegar a la puerta del patio de atrás, el grande, el que lindaba con la muralla, los avisos rítmicos del silbato le confirmaron que ya era tarde para unirse a su fila de ejercicios matinales. Aún así, se asomó furtivo por el hueco de la puerta. Cientos de chavales perfectamente formados, agitaban sus brazos y brincaban al unísono; los faldones de sus abrigos aleteando furiosos y las palmadas de sus manos al juntarse resonando jubilosas en la mañana gélida y gris del sur de Castilla. Habría de esperar a que cumplieran el ritual gimnástico de cada día para poder unirse a sus compañeros cuando desfilaran corriendo de vuelta al edificio por la misma puerta tras la que, con algo de fortuna, lograría ocultarse sin ser visto. No transcurrió ni siquiera un minuto cuando otro rezagado furtivo se le unió en el angosto escondrijo, pegado a la fría pared de granito. Apenas cruzaron una mirada bajo el arco de sus verdugos de lana; ni una palabra que pudiera delatarles, ni siquiera cuando otro compañero de infortunio se les unió, ni cuando el lugar estuvo tan concurrido que las opciones de éxito empezaron a cifrarse en confundirse con la multitud.

Observó nervioso el gesto de los otros muchachos, que iba del terror casi petrificado a la más absoluta y confiada naturalidad. Los más tranquilos empezaron a charlar y un par de ellos sacaron incluso sus tacos de cromos para cambiarlos allí mismo; el guante derecho mordido en la boca, mientras los pasaba veloz, esperando a que el otro le hiciera detenerse para hacer negocio.

Cuando los pitidos cesaron y escucharon las primeras órdenes de dirigirse a las aulas, todos sin excepción se pegaron a la pared tan cerca de la puerta como les fue posible, dispuestos a unirse a la cola de su clase sin que el profesor (que habría de encabezar la comitiva) se percatara de ello. Era como subirse a un tren en marcha pero mucho más seguro. Eso sí, el éxito no estaba garantizado hasta que todos estuvieran ya sentados en clase escuchando atentos la lección, pues siempre hubo quien fue delatado por algún compañero vengativo o pelota que aquel día fuera cerrando la fila.

“Anda, tira”, le ordenó su maestro a uno de los chiquillos, que tragó saliva antes de obedecer.

“Fernández, otra vez tarde”, refunfuñó el padre Antonio sin una pizca de mala uva.

Otros, la mayoría, se hicieron los distraídos por no tener que leerles la cartilla y evitar castigos que, al final, les resultaban más molestos que a los condenados. Tras cinco minutos de frenética actividad y un flujo incesante de escolares y maestros, el portal quedó vacío y en silencio.

Todos salieron indemnes de aquel envite, no hubo pescozones ni tirones de orejas; tal vez para prevenir lágrimas y caras largas cuando al mediodía, en la capilla, recibieran humildes la ceniza en aquel primer miércoles de cuaresma.

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