El locutor continuó su macabro relato pero ninguno prestaba atención. Ellos no escuchaban y también dieron en callar, como si sólo un silencio reverencial, el mismo que obligados guardaban sobre la acera, pudiera dotar de algún sentido a cuanto presenciaban.
Al cabo de un instante eterno percibió un ligero temblor en los labios del muchacho que atizó la rabia que le bullía en el alma y en la mente. Estuvo a punto de expresar lo que el odio le dictaba en juramentos irrepetibles, pero justo entonces el niño la miró y volvieron a encontrarse en aquel punto concreto de su existencia, conectados con la propia esencia de lo que es y seguirá siendo, no importa quien trate de aniquilarlo.