A punto
de cumplirse un año de su salida a la luz y, ante sus infructuosos intentos de
salir del anonimato, me dispuse hace unos días a revisar “Entre dos cartas” por
enésima vez. Como en cada lectura previa, traté de ponerme en la piel del
puñado de personas (casi todas conocidas) que han tenido el tiempo y el valor
(o que cumplieron con el compromiso o cedieron a la curiosidad) de adentrarse en
esta novela y de aquellas otras que desearía la leyeran también.
Como
siempre empecé cauto y muy crítico, pero volví a aceptar su tal vez demasiado cándido
comienzo como el único posible y, por respeto a aquel que fui, decidí no
cambiarle ni una coma. ¿Quién sabe? Quizás una miríada de aguerridos lectores
sucumbirán en este primer obstáculo (cual caballos y jinetes del “Grand
National”) pero, como ya me advirtió una de mis más fervientes seguidoras,
aquellos a quienes no les gusten los cuentos en ningún caso habrían llegado más
allá del primero (ese que narra el amor y las desdichas de un pastor y la hija
de un hechicero en pleno capítulo 3) justo antes de que Said haga acto de
presencia de forma testimonial entre el desbarajuste de una caravana a punto de
partir.
A
aquellos que vuelvan un par de páginas más tras saber del muchacho, tal vez les
sorprenda descubrir a Moses (un paje hasta entonces nada más que algo bravucón
y bastante mujeriego) enredado en una intriga menor (comparada con las que le
esperan en capítulos posteriores) adornada de versos envenenados y que, en
breve, le llevará a un destierro disfrazado de misión audaz en compañía de
Said.
Y el
primer cambio de escenario habrá de colocaros (ávidos ya lectores de esta obra)
en cualquiera de los pueblos o ciudades que vuestra memoria o imaginación
considere oportuno para acoger las andanzas de Belén; joven soberbia, deseada,
envidiada y aborrecida a partes iguales; inspiradora de aquella carta primera
que a estas alturas comprendemos y asumimos sin ningún rubor.
En
torno a ella y adquiriendo por momentos relevancia capital en esta historia,
conoceréis a su egocéntrico amigo, Álvaro y a la desdichada Aurora. Todos ellos
personajes de perfil actual que se resisten a involucrarse en la trama intemporal
y fantástica de la novela, hasta que acosados y embaucados por Sara (narradora
de cuentos, ángel maldito…) y Zenón, su despiadado secuaz, terminan por formar
parte de este enredo de cuentos inacabados y compartidos, poemas, conjuros y
leyendas que vienen a confluir en un momento de quietud universal; la ilusión
colectiva de cuantos seguimos creyendo.
Aquellos
que ya lo habéis leído os habréis percatado de que aún no he mencionado a los
verdaderos promotores de esta odisea; personajes imprescindibles de infinidad
de historias, tan reales o ficticios como cada cual desee: los tres Reyes
Magos. Espero que (recuperado el símil ecuestre) su presencia fundamental
aunque así mismo complementaria, no acabe por descabalgarlos a todos y que la
apariencia infantil de la obra sólo sea un reclamo más para todo tipo de
lectores hambrientos de sorpresas y de buena fe.
Al
terminar su lectura unos días atrás, volví a convencerme de que a muchos
emocionaría como a mí releer la carta final y recapitular esta o sus propias
historias y recuerdos con un espíritu renovado, algo más optimista y bondadoso.
Pero el tiempo dirá si “Entre dos cartas” pasa algún día de ser la fotografía
de un muñecajo rojo (hilo conductor de gran parte del relato) y se convierte en
bien preciado de tinta y de papel.
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