Al tiempo que España se batía el cobre en Lyon contra los correosos daneses, el autobús renqueaba puerto arriba por las curvas del Pico. Los lamentos por el temprano gol de Lerby habían dado paso a un silencio atípico, salpicado de imprecaciones que el cura pasaba por alto, tan nervioso como el resto de parroquianos.
La jornada había empezado demasiado temprano para un domingo. Cuando llegué a la plaza de Santa Ana el autobús aguardaba ya con el maletero abierto y arrancado el motor, por ir quitándose el relente de la noche. Mi madre, que aún no daba crédito de que fuera de buena gana, seguía vendiéndome las excelencias del santuario sin imaginar que, aunque nunca supe siquiera su nombre y apenas hoy recuerdo su rostro, compartir viaje con una muchachita de pelo rubio y corto con la que a veces coincidía en la cola del confesionario, era la única razón por la que me embarqué en aquella excursión, rodeado de beatas y catequistas.
Pronto comprendí, sin embargo, que sin el coraje de dirigirle la palabra, ni siquiera por la intercessión del santo se percataría de mi presencia y para cuando hicimos un alto en Arenas, habia ya asumido que iba a echar el día entero en valde.
Merendé un bocadillo elástico de tortilla sentado solo en un banco de piedra al fresco de una arboleda muy cerca del río. Me coloqué los cascos y la cinta en el walkman envió las cuatro notas en bucle de Sirius, preludio perfecto a la voz de Woolfson ("Don't think sorry is easily said...") y el estribillo de Eye in the sky me devolvió el placer de las vacaciones recién estrenadas, me congració con el mundo y sus gentes y, tal vez por la cercanía de lo divino, me imbuyó de un bienestar casi irracional muy cercano al delirio. En aquel estado retomé divagaciones sobre lo eterno y la inmortalidad. Cálculos inverosímiles que a veces daban vértigo, me enardecían y asustaban a partes iguales sin llevarme a puerto alguno.
De aquel éxtasis de andar por casa me sacaron a gritos unas crías del grupo de primera comunión. Que el conductor no esperaba, que quería al menos ver el final del partido de vuelta en casa. Así que apagué mi música y todo lo demás, y volví a sentarme al fondo del autobús.
Maceda, que ya nos había vuelto locos con su cabezazo a la red alemana casi al final de los cuartos, marcó de nuevo, esta vez el empate a los daneses. Era el minuto sesentaysiete de partido y nosotros acabábamos de pasar por la Cueva del Maragato. Por los altavoces del autobús el locutor seguía exagerando la excelencia del gol y en los asientos los pasajeros compartíamos un alivio excitado, mezcla de alegría y ansiedad. "Es que si juega España", decían las beatas que de futbol ni sabían ni gustaban. El párroco también había dado rienda suelta a sus pasiones más terrenales al celebrar como el que más con aspavientos poco litúrgicos, aunque luego se santiguó varias veces de vuelta a su asiento. Hasta la chica rubia de pelo corto y sus amigas se habían unido al alboroto varias filas por delante. Tal vez hubiera sido aquella la perfecta excusa para arrimarme, pero el eco cercano de mi afán inmortal mezclado con el sagrado balompié, me dejaron clavado al asiento como un pelele.
Fue algo más allá de Solosancho cuando el motor dijo basta. Tras parar en el arcén, el conductor cruzó unas palabras con el cura y anunció que hasta alllí habìamos llegado. Un intenso olor a goma quemada atestiguaba sus palabras. Al menos, la radio funcionaba y, aun a riesgo de agotar la batería, el conductor la dejó encendida. De ninguna manera iba él a quedarse en ascuas justo cuando empezaba la prórroga, treinta minutos de espera que se consumieron en un suspiro. Y llegaron los penaltis. Nadie falla hasta que Larsen tira el quinto a las nubes y Sarabia clava el que nos lleva a la final.
Recuerdo la noche de aquel 24 de junio del 84, fresca aún, de cielo morado limpísimo, perdido en la sierra abulense, celebrando entre extraños la mayor gesta futbolística de España en décadas, compartiendo un sueño de grandeza que podía completarse tres días después. Pero el autobús de reemplazo acudió al rescate rompiendo el hechizo y la selección perdió ante Francia la final de París. Arconada, tantas veces salvador, nos había condenado con una cantada clamorosa y todo el derrotismo de los últimos tiempos nos cayó de nuevo encima para derrengarnos por los venideros.
Con el paso de los años y los sucesivos cambios de escenario, mis éxitos y mis frustraciones fueron adquiriendo un cariz más personal y, lastradas de realidad, mis inquietudes se alejaron de lo patriótico y lo metafísico. Hasta que veinticuatro años después de aquella jornada memorable , el fútbol le dio otra puntada a nuestro destino común cuando España ganó la primera copa de Europa de mi vida y dos años más tarde el primer mundial de su historia. Aquel hito sería ya para siempre, un pedacito de la eternidad que volvía a presentarse posible y merecida. Un paso más hacia lo inmortal que, de forma inesperada hace tan solo unos días y para cerrar el círculo, sugirió aquella misma voz, esta vez desde un video de Youtube que me esperaba en la red desde hacía doce años, los mismos desde que, enhebrado al hilo de Maceda y Torres, Iniesta nos llevó a la gloria en Sudáfrica.
"Si me recuerdas, soy inmortal" (Immortal, Eric Woolfson)
https://youtu.be/mb9NgIciBaU