Al
inspector se le borró la sonrisa en cuanto la joven les dejó en la sala. A
ciencia cierta se trataba de una sirvienta que, a buen seguro, luciría uniforme
en otro tipo de veladas o para acomodar invitados de otra alcurnia. A ellos,
sin embargo, les había recibido en su piso de provincias, un duplex acondicionado
a todo lujo pero integrado aún en un bloque discreto en el casco antiguo de la
ciudad. El magnate no debía de tener dirección fija y a Pablo aún le quedaba la
duda de dónde se habría criado el infeliz de su hijo. Tal vez por el vínculo
evidente del Colegio a la ciudad, cuya diócesis todavía financiaba el proyecto,
a Martín le habían registrado con domicilio en aquella suntuosa vivienda, pero
de sus conversaciones previas el director nada había podido averiguar de la
vida privada del muchacho ni mucho menos sobre el execrable abuso del que se le
había acusado.
Pablo
conocía aquel pueblo grande demasiado bien para estar seguro de que, si el
suceso hubiera acontecido en cualquiera de sus rincones y por más que el dinero
o la intimidación hubieran podido exculparle, los rumores de lo sucedido
habrían alcanzado ya cada balcón, cada tasca y cada parroquia de aquel plácido
lugar.
“¿Qué
le preocupa tanto?” Preguntó el inspector al sorprender al otro negando triste
y en silencio con la cabeza.
“No se
me vaya a acoquinar ahora”
El cura
le miró con desprecio. Si aquel engreído supiera que ya se había reunido con
ese personaje en varias ocasiones y que, en la última y en privado, le había
dejado bien claro lo que pensaba de la “chiquillada” de su hijo. A menudo, desde
que supo que les visitarían, se había preguntado si sería capaz de mantener la
calma entre la soberbia insoportable del policía y el desdén del empresario, si
podría guardar silencio y no revelar sus prejuzgadas sospechas. Le satisfizo
imaginar la ira sorprendida del magnate al entregar a su hijo, pero el placer
del inspector al aceptar su presa, le pareció incentivo suficiente para
mantener el mismo papel de testigo silencioso de las anteriores visitas.
“Verá
cómo no muerde”.
La
puerta se abrió de repente como si la delicadeza de su madera fuera así mismo
infalible aislante o su anfitrión hubiera empleado todo el sigilo del mundo
para acercarse a la entrada sin hacer ruido alguno. La sonrisa insolente que
llevaba en la cara le hizo suponer que había escuchado su último comentario y Andrés
no pudo evitar bajar la mirada un instante al estrechar la mano que le ofreció.
“Padre”,
se dirigió a Pablo acto seguido y, con un gesto magnánimo, les invitó a que
volvieran a tomar asiento.
“Disculpen
el retraso. Uno ya no sabe ni en el día que vive”, declaró, haciendo gala de
una indeferencia forzada.
“¿Y su
hijo?” Preguntó Andrés tras un carraspeo nervioso.
“También
se olvidó”, explicó acentuando su sonrisa cínica.
El
policía se removió en su butaca pero acompañó a Pablo en un silencio muy tenso.
“No nos
engañemos, inspector”, continuó su anfitrión en un tono aún distendido mientras
se levantaba y abría un mueble bar. “Si quieren interrogar otra vez a Martín
tendrá que ser de manera formal y en presencia de nuestro abogado”.
Tal vez
porque le dirigió una mirada desafiante al decir aquello, Pablo explotó mucho
antes de lo que hubiera deseado:
“¿El
mismo con el que arreglaron ese otro problemilla del muchacho?”.
El
chorro de brandy se detuvo al temblarle el pulso por un instante, mientras se
servía una copa.
“¿A
ustedes, qué les pongo?” Preguntó, recuperada casi de inmediato la compostura.
Andrés
hizo un gesto con la mano, declinando su invitación y el cura se mantuvo
impasible. Calculaba sus siguientes palabras por si el hombre se empeñaba en no
replicar pero, tras sentarse en un sofá frente a las dos butacas que ocupaban y
posar su bebida con sumo cuidado sobre la mesita de cristal que les separaba,
su anfitrión respondió:
“Como
bien dice, aquel asunto se aclaró hace unos meses. La denuncia fue retirada y
el caso se archivó; como sin duda habrá usted comprobado”, añadió dirigiéndose
al inspector.
“Estamos
al tanto” apuntó Andrés y, tras dudar un par de segundos, añadió:
“Sin
embargo, señor Rupérez, no es por eso por lo que estamos aquí hoy ni de lo que
nos gustaría hablar con su hijo”.
“Ya le
digo que estaremos encantados en colaborar con la justicia cuando se nos
requiera formalmente”.
El
padre del chico insistía en el uso del plural, recalcando su intención de
utilizar cada una de sus influencias para evitar cualquier tipo de implicación
en ese o ningún otro asunto legal. Pablo se preguntó cual sería la opinión de
aquel hombre sobre su hijo, si habría creído de verdad en la inocencia del
chaval cuando le libró del castigo por forzar a la muchacha o sospecharía que
estaba involucrado en la muerte de sus compañeros. Aunque en ocasiones había
albergado el secreto deseo de haber formado su propia familia, el sacerdote
(padre de tantos) nunca se había considerado un progenitor frustrado. Los niños
eran para él criaturas inocentes, materia prima con que perpetuar doctrinas y
ritos y los jóvenes, a quienes había dedicado la mayor parte de su apostolado, bocetos
unas veces sencillos, otras inescrutables, de lo que él nunca llegaría a ser
pero podía moldear a su estilo. A lo largo de los años algunos de aquellos
proyectos habían culminado en resultados admirables de los que estar orgulloso. La mayoría, sin embargo, se habían malogrado entre el fracaso y la mediocridad.
De todos ellos guardaba Pablo recuerdos y sentimientos tan variados y
contradictorios que, a su entender, le daban mayor y más rica experiencia que a
cualquier padre.
Pero
aquello era distinto. Rupérez se enfrentaba a un miedo del que Pablo nunca
sería capaz; la posibilidad de haber engendrado un monstruo y las
responsabilidades encontradas de protegerlo y acusarlo.
“¿Cree
usted que...?” Se atrevió a empezar.
“¿…Martín
ha matado a esos críos?” Terminó el hombre por él.
El
inspector le clavó una mirada tan severa que Pablo no pudo ni siquiera
protestar.
“Me
temo que le sobraban motivos para haberlo hecho”, declaró en un arrebato de
indignada honestidad, “los mismos que usted le otorgó con su pasividad”.
“Romero,
la segunda víctima, nunca…”, terció Andrés en un intento de redirigir la
conversación por cauces más productivos.
“¿…Se
mofó, ni maltrató a mi hijo?” Volvió a completar airado.
“Hagan
el favor de salir de mi casa”, añadió forzando un tono más calmado en su voz al
tiempo que se incorporaba y se dirigía a la puerta.
Los
otros dos le siguieron en silencio hasta el rellano de la escalera.
“Ya me
informarán dónde y cuándo acudir a declarar. O, tal vez, sean mis abogados
quienes les citen a ustedes. Hasta entonces, buenos días”.
Cerró
despacio, evitando un portazo y, por un instante, quedaron todos inmóviles a
cada lado de la puerta hasta que el inspector tiró escaleras abajo sin
preocuparle si Pablo le seguía.
Aquella
tarde, de regreso al colegio, el director no tuvo siquiera que sacar su libro.
De sobra sabía que ninguno de los dos tenía la más mínima intención de
dirigirse la palabra.
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