Pablo
había aceptado a regañadientes, consciente de que no le quedaba otra opción. De
entre los catorce estudiantes que no se habían reincorporado, la falta de Martín
era la que le causaba mayor incertidumbre. Cierto era que, de haber estado en
sus manos, les habría mandado a todos a sus casas, asumiendo de inmediato el
merecido castigo que, sin duda, ya habría sido dispuesto por los mismos
jerarcas que le habían premiado con la dirección del Colegio un par de años
atrás. Cómo se arrepentía de haber aceptado, de haber abandonado el seminario y
sus quehaceres cotidianos de su parroquia de barrio. Andaría a estas horas
enredado en tediosos ejercicios espirituales o ignorado en sermones solitarios
ante un puñado de ancianas sordas, en vez de mareándose entre los renglones del
libro que fingía leer para evitar cruzar palabra con Andrés.
Resultaba
que el inspector conducía como un novato imberbe y acobardado, de manera que el
suplicio del viaje obligado se extendió algo más de la acostumbrada hora y
media que cualquier conductor competente hubiera empleado.
“¿Interesante?”
Preguntó con bastante sorna.
“Ya ve;
al paso que vamos, a lo mejor lo termino de un tirón”.
El otro
sonrió ampliamente con el gesto más distendido y amable que jamás le hubiera
visto. Diríase que había disfrutado cada instante desde que le abrió la puerta
de su Volkswagen Golf después de hacerle esperar cuarto de hora frente a la estación de autobuses al relente
de otro amanecer de primavera tardía. Había esgrimido una disculpa muy torpe
que no dejaba lugar a la duda sobre su
malintencionado retraso. El director le había dejado muy claro que, de ninguna
manera, el resto de los alumnos debían enterarse de sus excursiones y por ello
se habían citado lejos de la residencia. Bien podía también haberse negado,
pero le pareció conveniente asistir a aquellas nuevas pesquisas que, con su decisión
de no regresar, ese puñado de alumnos había atraído sobre sí. El inspector no
había formulado acusaciones pero le conocía lo suficiente para saberle azuzado
por una ilusión casi infantil por acorralar al sospechoso que hasta el momento
parecía estársele escabullendo.
“¿Todavía
cree que si su asesino hubiera abandonado el colegio, iba a estar esperándole
en su casa?”
“Su
alumno”, remarcó con retintín, “seguro que sí”.
Pablo
no pudo evitar un respingo. Aquel uso específico del singular le incomodó
sobremanera. Volvió la mirada sobre las páginas del libro temeroso de que, en
verdad, el inspector supiera de sus cuitas. Nunca hasta entonces, en los cuatro
viajes anteriores, había aludido de manera tan directa y personal a ninguno de
los muchachos, de modo que aquel comentario vino a acentuar su creciente
ansiedad.
“Por lo
menos la mañana salió clara”, divagó sin
ningún criterio.
“Un día
estupendo para haber visitado la dehesa”, apuntó aún jovial el policía, en
referencia a la famosa finca que el empresario había adquirido en el último
año.
“Cualquiera
diría que le interesa a usted el padre más que el hijo”.
“No
siempre se tiene la ocasión de conocer gente famosa, ni tan influyente”.
Pronunció
aquel último adjetivo con una repentina seriedad de lo más reveladora. El
inspector estaba pues al tanto del asunto que había dado con Martín en su
institución y le había colocado bajo su tutela. Por un momento pensó que Mariano
se había ido de la lengua pero, ante su mirada severa, el inspector replicó:
“Claro
que usted también sabe con quien tratamos. Pero descuide, que hay temas que no
hay porqué mentar…al menos por el momento”.
Pablo suspiró
molesto y el policía aceleró a la salida de la última curva antes de que la ciudad
se plantara majestuosa y más defensiva que nunca en el parabrisas manchado del
coche.
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