miércoles, 17 de julio de 2013

XLI

Pablo había aceptado a regañadientes, consciente de que no le quedaba otra opción. De entre los catorce estudiantes que no se habían reincorporado, la falta de Martín era la que le causaba mayor incertidumbre. Cierto era que, de haber estado en sus manos, les habría mandado a todos a sus casas, asumiendo de inmediato el merecido castigo que, sin duda, ya habría sido dispuesto por los mismos jerarcas que le habían premiado con la dirección del Colegio un par de años atrás. Cómo se arrepentía de haber aceptado, de haber abandonado el seminario y sus quehaceres cotidianos de su parroquia de barrio. Andaría a estas horas enredado en tediosos ejercicios espirituales o ignorado en sermones solitarios ante un puñado de ancianas sordas, en vez de mareándose entre los renglones del libro que fingía leer para evitar cruzar palabra con Andrés.

Resultaba que el inspector conducía como un novato imberbe y acobardado, de manera que el suplicio del viaje obligado se extendió algo más de la acostumbrada hora y media que cualquier conductor competente hubiera empleado.

“¿Interesante?” Preguntó con bastante sorna.

“Ya ve; al paso que vamos, a lo mejor lo termino de un tirón”.

El otro sonrió ampliamente con el gesto más distendido y amable que jamás le hubiera visto. Diríase que había disfrutado cada instante desde que le abrió la puerta de su Volkswagen Golf después de hacerle esperar cuarto de hora  frente a la estación de autobuses al relente de otro amanecer de primavera tardía. Había esgrimido una disculpa muy torpe que no  dejaba lugar a la duda sobre su malintencionado retraso. El director le había dejado muy claro que, de ninguna manera, el resto de los alumnos debían enterarse de sus excursiones y por ello se habían citado lejos de la residencia. Bien podía también haberse negado, pero le pareció conveniente asistir a aquellas nuevas pesquisas que, con su decisión de no regresar, ese puñado de alumnos había atraído sobre sí. El inspector no había formulado acusaciones pero le conocía lo suficiente para saberle azuzado por una ilusión casi infantil por acorralar al sospechoso que hasta el momento parecía estársele escabullendo.

“¿Todavía cree que si su asesino hubiera abandonado el colegio, iba a estar esperándole en su casa?”

“Su alumno”, remarcó con retintín, “seguro que sí”.

Pablo no pudo evitar un respingo. Aquel uso específico del singular le incomodó sobremanera. Volvió la mirada sobre las páginas del libro temeroso de que, en verdad, el inspector supiera de sus cuitas. Nunca hasta entonces, en los cuatro viajes anteriores, había aludido de manera tan directa y personal a ninguno de los muchachos, de modo que aquel comentario vino a acentuar su creciente ansiedad.

“Por lo menos la  mañana salió clara”, divagó sin ningún criterio.

“Un día estupendo para haber visitado la dehesa”, apuntó aún jovial el policía, en referencia a la famosa finca que el empresario había adquirido en el último año.

“Cualquiera diría que le interesa a usted el padre más que el hijo”.

“No siempre se tiene la ocasión de conocer gente famosa, ni tan influyente”.

Pronunció aquel último adjetivo con una repentina seriedad de lo más reveladora. El inspector estaba pues al tanto del asunto que había dado con Martín en su institución y le había colocado bajo su tutela. Por un momento pensó que Mariano se había ido de la lengua pero, ante su mirada severa, el inspector replicó:

“Claro que usted también sabe con quien tratamos. Pero descuide, que hay temas que no hay porqué mentar…al menos por el momento”.


Pablo suspiró molesto y el policía aceleró a la salida de la última curva antes de que la ciudad se plantara majestuosa y más defensiva que nunca en el parabrisas manchado del coche.

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