martes, 21 de agosto de 2012

XXVI


Soltó la pluma cuando se perdió por enésima vez entre dendritas y neurotransmisores y, al volver la vista sobre los apuntes de su compañero, descubrió un folio casi tan inmaculado como el suyo. Gerardo parecía, sin embargo, empeñado en mantener la concentración en la perorata científica e hizo caso omiso al codazo del otro.

Tres filas por delante, Nuria, que tampoco parecía capaz de orientarse por entre las vías neuronales, le dedicó una mirada severísima que, añadida a los consejos, críticas y reproches con que no había dejado de acosarle durante los últimos días, volvió a sumirle en un mar de dudas. Por un lado le parecía ineludible el deber de aclararles (y a él mismo) las intenciones del oscuro personaje que, a la fuerza, había ido imponiendo a sus amigos. Por el otro, reconocía aún una pizca de lealtad que le obligaba a dudar de los recelos de unos y de otros. A medias había argüido aquella excusa para repeler la hostilidad de Nuria, pero ella le había recordado que no tenía motivos para tal fidelidad. Miguel Ángel tenía que admitir que su compañero había sido un novato antipático y molesto al que sólo su gremial relación había servido para despertar cierta misericordia. Tal era el grado de rechazo que el recién llegado causaba en el resto, que al veterano no le costó demasiado convencer a Rubio de que se olvidara de aquel pelele que, por otra parte y por unos meses, resultaba ser el más viejo de los tres. Desde entonces y a su modo (huraño aún) Gerardo le había profesado una admiración excesiva incluso para su propio ego, que lejos de promover, tampoco hizo intención de atajar. Algo en el silencio dedicado del nuevo, en su aparente interés e innegable tenacidad le había granjeado la casi plena confianza de uno de los personajes más notables e influyentes de la residencia y de la facultad; aquel que, azuzado por otro dardo envenenado en los ojos de su amiga, se atrevió a preguntarle en un susurro:

“¿Se puede saber por qué lloras en tu cuarto?”

Gerardo tuvo que mirarle esta vez sin poder disimular un avergonzado gesto de sorpresa pero, tal y como Miguel Ángel había planeado, no se atrevió a levantarse en medio de la clase y abandonarle sin dar explicaciones.

“Un domingo, la semana del suicidio”, le recordó.

“¿Podrían ustedes hacer el favor de guardar silencio?”, sugirió el profesor.

Bajaron los dos la cabeza a sus folios con sincero coraje y fingido interés, pero ninguno pudo sacudirse la angustia de verse inexorablemente abocados a retomar el asunto después de la clase.

Hizo ademán, sin embargo, de levantarse en cuanto los bolígrafos empezaron a posarse en las mesas y Miguel Ángel tuvo que sujetarle del brazo para que se quedara.

“Cuéntame lo que te pasa”, le ordenó de tal forma que al otro le salió un gesto ofendido.

“Estoy harto de escuchar historias”, se lamentó sincero, sin poder evitar un vistazo furtivo a Nuria mientras salía del aula.

“Son cosas mías”, balbuceó el otro sin mirarle.

“Pues muy bien. Ahora resulta que le echas muchísimo de menos”

Gerardo consiguió detener sus emociones en un equilibrio casi imposible y extender el siguiente par de segundos hasta que hubo decidido lo que más le convenía.

“Me dolió mucho, sí”, declaró aséptico, poniéndose por fin en pie.

“Fue Romero, ¿verdad?” Añadió justo antes de darse la vuelta y alejarse sin esperar a su respuesta.

Miguel Ángel se quedó sentado en medio del aula inmensa que estaba ya casi vacía. Contagiado tal vez de la paranoia de sus amigos, no pudo evitar un escalofrío al digerir la última mirada de Gerardo; un relámpago de rabia del que jamás le hubiera creído capaz. Lamentó no encontrar a Nuria esperándole en el vestíbulo y salió del cajón en busca de su coche. No había parado de llover en todo el día, pero ninguno de los que le habían acompañado por la mañana le aguardaba para regresar. No le importó que el barro pegajoso le incomodara una marcha sucia y torpe como su propia mente cansada.

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