Soltó
la pluma cuando se perdió por enésima vez entre dendritas y neurotransmisores
y, al volver la vista sobre los apuntes de su compañero, descubrió un folio
casi tan inmaculado como el suyo. Gerardo parecía, sin embargo, empeñado en
mantener la concentración en la perorata científica e hizo caso omiso al codazo
del otro.
Tres
filas por delante, Nuria, que tampoco parecía capaz de orientarse por entre las
vías neuronales, le dedicó una mirada severísima que, añadida a los consejos,
críticas y reproches con que no había dejado de acosarle durante los últimos
días, volvió a sumirle en un mar de dudas. Por un lado le parecía ineludible el
deber de aclararles (y a él mismo) las intenciones del oscuro personaje que, a
la fuerza, había ido imponiendo a sus amigos. Por el otro, reconocía aún una
pizca de lealtad que le obligaba a dudar de los recelos de unos y de otros. A
medias había argüido aquella excusa para repeler la hostilidad de Nuria, pero
ella le había recordado que no tenía motivos para tal fidelidad. Miguel Ángel
tenía que admitir que su compañero había sido un novato antipático y molesto al
que sólo su gremial relación había servido para despertar cierta
misericordia. Tal era el grado de rechazo que el recién llegado causaba en el
resto, que al veterano no le costó demasiado convencer a Rubio de que se
olvidara de aquel pelele que, por otra parte y por unos meses, resultaba ser el
más viejo de los tres. Desde entonces y a su modo (huraño aún) Gerardo le había
profesado una admiración excesiva incluso para su propio ego, que lejos de
promover, tampoco hizo intención de atajar. Algo en el silencio dedicado del
nuevo, en su aparente interés e innegable tenacidad le había granjeado la casi
plena confianza de uno de los personajes más notables e influyentes de la
residencia y de la facultad; aquel que, azuzado por otro dardo envenenado en los
ojos de su amiga, se atrevió a preguntarle en un susurro:
“¿Se
puede saber por qué lloras en tu cuarto?”
Gerardo
tuvo que mirarle esta vez sin poder disimular un avergonzado gesto de sorpresa
pero, tal y como Miguel Ángel había planeado, no se atrevió a levantarse en
medio de la clase y abandonarle sin dar explicaciones.
“Un
domingo, la semana del suicidio”, le recordó.
“¿Podrían
ustedes hacer el favor de guardar silencio?”, sugirió el profesor.
Bajaron
los dos la cabeza a sus folios con sincero coraje y fingido interés, pero
ninguno pudo sacudirse la angustia de verse inexorablemente abocados a retomar
el asunto después de la clase.
Hizo
ademán, sin embargo, de levantarse en cuanto los bolígrafos empezaron a posarse
en las mesas y Miguel Ángel tuvo que sujetarle del brazo para que se quedara.
“Cuéntame
lo que te pasa”, le ordenó de tal forma que al otro le salió un gesto ofendido.
“Estoy
harto de escuchar historias”, se lamentó sincero, sin poder evitar un vistazo
furtivo a Nuria mientras salía del aula.
“Son
cosas mías”, balbuceó el otro sin mirarle.
“Pues
muy bien. Ahora resulta que le echas muchísimo de menos”
Gerardo
consiguió detener sus emociones en un equilibrio casi imposible y extender el
siguiente par de segundos hasta que hubo decidido lo que más le convenía.
“Me
dolió mucho, sí”, declaró aséptico, poniéndose por fin en pie.
“Fue
Romero, ¿verdad?” Añadió justo antes de darse la vuelta y alejarse sin esperar
a su respuesta.
Miguel
Ángel se quedó sentado en medio del aula inmensa que estaba ya casi vacía.
Contagiado tal vez de la paranoia de sus amigos, no pudo evitar un escalofrío
al digerir la última mirada de Gerardo; un relámpago de rabia del que jamás le
hubiera creído capaz. Lamentó no encontrar a Nuria esperándole en el vestíbulo
y salió del cajón en busca de su coche. No había parado de llover en todo el
día, pero ninguno de los que le habían acompañado por la mañana le aguardaba
para regresar. No le importó que el barro pegajoso le incomodara una marcha
sucia y torpe como su propia mente cansada.
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