martes, 14 de agosto de 2012

XXV


La voz de Mariano anunciando su nombre por megafonía le provocó una angustia desmedida e inesperada de la que, pasado el mal trago de los interrogatorios y a la vista de la calma reinante desde entonces, ya no se creía capaz. Trató de sujetársela respirando despacio, pero el segundo aviso le sonó a llamada acusatoria y al oír su nombre se sintió expuesto y desenmascarado.

Bajó, pues, a la carrera para que callara cuanto antes, pero se detuvo en el rellano, asaltado de otro miedo más inmediato y real. En los cinco meses que llevaba allí viviendo, nunca antes le habían requerido de aquella manera. “Acuda a portería”. El imperativo era habitual entre aquellos muros y casi siempre correspondía a formalidades propias de una institución como aquella o a caprichos repentinos de su director. Allí las normas eran estrictas, pero a la vez relativas y desiguales y bien podía haberse saltado alguna sin darse cuenta. Pensó que, en tal caso, Pablo le hubiera requerido en su despacho y que, tal vez, Mariano quisiera entregarle alguna carta o transmitirle algún recado. Tuvo que obligarse a descender el último tramo de escaleras con la convicción de que se trataba de una visita y, al no encontrarse el vestíbulo lleno de policías, le resultó una bendición que aquella muchacha desagradable que apenas había visto antes en compañía de esa otra desagraciada, le aguardara con su habitual gesto de impaciencia.

“Hola”, saludó muy seca al verle descender los últimos escalones. “Quiero hablar contigo”, explicó cuando estuvo a su lado.

Esfumado su artificial y efímero alivio, el muchacho no pudo evitar que le temblara la voz al preguntar:

“¿De qué?”

“Tú sabrás”, replicó soberbia Miriam, quien a la hora de darse a respetar o humillar varones, perdía toda la timidez acumulada en años de soledad y represión.

“No tengo ni idea”.

Esbozó una sonrisa conciliadora con la esperanza de que, como un reflejo, se suavizara el rictus de la otra, pero la muchacha no dio tregua.

“Si quieres te lo cuento aquí mismo”.

El chico miró alrededor. En aquel preciso instante se hallaban solos en el vestíbulo, pero Mariano podía regresar en cualquier momento y de la cafetería llegaban conversaciones cercanas. Se maldijo por carecer del valor de ignorarla (en ningún caso podía saber lo que sucedió aquella noche) y aceptó acompañarla afuera. 

“¿Sabes ese amigo tuyo?...Francisco, creo que se llama, ¿no?”, añadió al comprobar que el otro se devanaba la cabeza sin descubrir de quien hablaba.

“Yo no me fiaría ni un pelo”.

Miriam se detuvo junto a una farola tras cruzar la calle. El otro la había seguido con una mansedumbre que la inquietaba por su evidente falsedad y no consideró sensato buscar lugares más privados donde proseguir su charla.

“Desde que le conté lo de Charo y Antonio, no ha parado de agobiarla”.

Tal vez el gesto del chico resultara demasiado revelador o a la muchacha le pareció que no había más cizaña que sembrar; lo cierto es que, en un repentino ejercicio de obligada prudencia, Miriam se mordió la lengua y aguardó a que el otro acertara a replicar:

“No sé de qué hablas”.

“Pues el otro día en clase me dijo que te lo había contado”, confesó Miriam con cautela.

Francisco…Romero, ¡por supuesto! Cayó por fin en la cuenta. Aquellos dos compartían facultad y, por lo visto, secretos que en mala hora él mismo había desvelado. Desde el día de su muerte, había ido alimentando un miedo avergonzado que, de repente, se le presentaba real y mucho más cercano de lo que nunca hubiera imaginado. El futuro psicólogo ya le había sorprendido unas semanas atrás cuando le abordó en la cafetería para torturarle con menciones sobre la última conquista de aquel mal nacido y, aunque en ese momento no le parecieron más que torpe palabrería, sus comentarios le resultaron ahora amenazas veladas que tal vez estuviera a punto de cumplir.

Con un escalofrío, recordó que Romero había pasado, como todos, por el despacho de Pablo para hablar con la policía y se imaginó el gesto avieso del inspector al escuchar parte de la historia que, muy a su pesar, tan solo él sería ya capaz de completar. Demasiado relevante para pasarlo por alto, pensó y logró tranquilizar un gesto de odio con que acompañar sus palabras.

“Ese y yo no hablamos de eso, ni de nada”

“Pues a lo mejor deberías”, replicó espoleada por aquella repentina hostilidad.

El muchacho desvió una mirada furtiva hacia la fachada del colegio como si tratara de cerciorarse de algo y volvió a concentrarse en la chica justo cuando le advertía:

“Charo no está para hacerle ningún caso a tu amigo; así que ya puedes decirle que pare de perseguirla”

El simple gesto asintiendo del chico a ella le resultó insuficiente y, recuperada su confianza y superioridad moral, lo soltó por fin, antes de que se apartara de vuelta a la residencia.

“Anda diciendo que sientes una barbaridad que se matara…Con la boca pequeña”, apuntilló con muchísimo sarcasmo.

Aquello lo escuchó sobre el griterío de sus propios pensamientos histéricos, mientras se alejaba, apremiado por la urgencia de apartarse de esa bruja y una terrible aprensión sujetándole la huída. No subió a comer aquella tarde (había perdido el apetito) ni volvió a salir de su cuarto por miedo a encontrarse con aquel enemigo imprevisto e impredecible con quien parecía compartir mucho más que pasillos capilla y comedor.

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