martes, 17 de julio de 2012

XXIV


A Miriam le faltó tiempo para calzarse y ponerse el abrigo. Aguardó, sin embargo, pegada a la puerta hasta oír la de su amiga cerrarse en el cuarto contiguo. Por nada del mundo quería escuchar sus explicaciones ni que la entretuviera con pamplinas que la despistaran de su urgente cometido.

Al llegar al portal se asomó con cautela para comprobar que el chico se había marchado. Supuso que iría a comer y, por más que le costó, consiguió sujetarse la urgencia para no alcanzarle de camino a la residencia.

Le resultó desagradable sortear el gentío que a aquellas horas atestaba la plaza. La atravesó rumiando sus confusos pensamientos y tratando de encauzar la ira hacia su justo destinatario. En el fondo, pensó, Charo era una pobre incauta que aún no había superado la muerte cobarde de su pretendiente y no era de ley hacerla responsable de sus imprudencias. Ellos, sin embargo (Miriam apretó los puños y se mordió el labio superior), merecían todo su desprecio por intentar aprovecharse de una cría vulnerable.

En circunstancias como aquella, Miriam se sentía afortunada y orgullosa de los estrictos valores que le habían inculcado desde niña. Ufana, se reconocía imprescindible para salvaguardar la virtud y el bienestar de Charo y, a pesar de los signos de rechazo que había empezado a observar en su amiga, estaba convencida de que algún día se lo agradecería como merecía.

Para cuando entró en el recinto del colegio y cruzó el aparcamiento bajo las miradas insistentes de un grupo de chavales que jugaban al futbol, Miriam ya había calculado la manera de hacerlo. Con la cabeza bien alta entró en el vestíbulo, se acercó a portería y le pidió al encargado que le avisara de que tenía visita.

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