A
Miriam le faltó tiempo para calzarse y ponerse el abrigo. Aguardó, sin embargo,
pegada a la puerta hasta oír la de su amiga cerrarse en el cuarto contiguo. Por
nada del mundo quería escuchar sus explicaciones ni que la entretuviera con
pamplinas que la despistaran de su urgente cometido.
Al
llegar al portal se asomó con cautela para comprobar que el chico se había
marchado. Supuso que iría a comer y, por más que le costó, consiguió sujetarse
la urgencia para no alcanzarle de camino a la residencia.
Le
resultó desagradable sortear el gentío que a aquellas horas atestaba la plaza.
La atravesó rumiando sus confusos pensamientos y tratando de encauzar la ira
hacia su justo destinatario. En el fondo, pensó, Charo era una pobre incauta
que aún no había superado la muerte cobarde de su pretendiente y no era de ley
hacerla responsable de sus imprudencias. Ellos, sin embargo (Miriam apretó los
puños y se mordió el labio superior), merecían todo su desprecio por intentar
aprovecharse de una cría vulnerable.
En
circunstancias como aquella, Miriam se sentía afortunada y orgullosa de los estrictos valores que le habían
inculcado desde niña. Ufana, se reconocía imprescindible para salvaguardar la
virtud y el bienestar de Charo y, a pesar de los signos de rechazo que había
empezado a observar en su amiga, estaba convencida de que algún día se lo
agradecería como merecía.
Para
cuando entró en el recinto del colegio y cruzó el aparcamiento bajo las miradas
insistentes de un grupo de chavales que jugaban al futbol, Miriam ya había
calculado la manera de hacerlo. Con la cabeza bien alta entró en el vestíbulo,
se acercó a portería y le pidió al encargado que le avisara de que tenía
visita.
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