Atravesó
el vestíbulo como una exhalación, subió los escalones de dos en dos hasta el
primer piso y llegó a la habitación de su amigo sin cruzarse con nadie por el
pasillo.
Miguel
Ángel le recibió con mal disimulada desgana y un gesto de burla al fijarse en
el balón que llevaba bajo el brazo. De todos era sabida la escasa afición del
veterano a practicar deportes de equipo y su incomprensión por aquellos que los
disfrutaban así hiciera un sol de justicia o cayeran chuzos de punta.
“¿Tienes
un minuto?”
“Claro,
entra”.
A Díaz
le ocurría a menudo que le asaltaban dudas enormes y angustias profundísimas y
entonces dejaba de ser el compañero impasible e indiferente, el consejero
imparcial que todos necesitaban de cuando en cuando. De natural reservado, el
espejo de su alma era, sin embargo, tan pulido y diáfano que a nadie escapaban
aquellas crisis pasajeras que solían sucederle a principios de semana.
“¿Qué
te pasa?”
“Ese
policía no es trigo limpio”.
Que su
amigo se expresara como su propia madre le vino a sonar mucho más preocupante
que lo que le rondara la cabeza.
“¿Y
eso?” Indagó, cauto.
“No sé,
me ha mirado de una forma rara”.
“Claro”,
suspiro el de medicina.
Díaz le
clavó una mirada severa que le obligó a ceñirse a sus correctos y considerados
modales.
“Cuando
yo hablé con él no le noté nada raro”.
“Ni yo.
Ha sido ahora, desde el cuarto de Pablo. Parecía otra persona”.
Miguel Ángel
se sentó en la cama, a su lado y aguardó a que el otro continuara.
“Me da
en la nariz que anda con la mosca detrás de la oreja”.
El
veterano no pudo dejar de sonreír; el uso semántico de apéndices corporales
auguraba una conversación interesante.
“Me miró
como si fuera un criminal”.
“¿Por
qué iba a hacer eso?”
“Tal
vez porque aún no lo ha encontrado”.
Díaz
dominaba el uso de silencios y de frases solemnes (a veces demoledoras como
aquella) y esa tarde, a pesar de la ansiedad que aún le atenazaba, consiguió
uno de los efectos más extraordinarios de su vida; Miguel Ángel, icono de
serenidad, había mudado el gesto divertido
por una repentina mueca de
preocupación. Por un instante abrió la boca como si fuera a protestar, pero el
veterano no se atrevió a expresar sus tétricos pensamientos y con titánico
esfuerzo se obligó a ignorar las enfermizas y veladas hipótesis que en cuestión
de unas pocas horas le habían sugerido dos de las personas más cabales que
conocía.
“Venga
ya”, trató en vano de devolverle la cordura.
Pero Díaz
se parapetó, abrazado a la pelota y, exagerando un gesto de congoja, musitó:
“El
domingo pasado, cuando volvía de casa, escuché que alguien lloraba”.
“Algunos
le echan de menos”.
“Seguro
que Gerardo no”.
Miguel Ángel
cerró los ojos y suspiró.
“Lloraba
de rabia, ¿sabes? Sin una pizca de pena”.
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