martes, 3 de julio de 2012

XXII


Atravesó el vestíbulo como una exhalación, subió los escalones de dos en dos hasta el primer piso y llegó a la habitación de su amigo sin cruzarse con nadie por el pasillo.

Miguel Ángel le recibió con mal disimulada desgana y un gesto de burla al fijarse en el balón que llevaba bajo el brazo. De todos era sabida la escasa afición del veterano a practicar deportes de equipo y su incomprensión por aquellos que los disfrutaban así hiciera un sol de justicia o cayeran chuzos de punta.

“¿Tienes un minuto?”

“Claro, entra”.

A Díaz le ocurría a menudo que le asaltaban dudas enormes y angustias profundísimas y entonces dejaba de ser el compañero impasible e indiferente, el consejero imparcial que todos necesitaban de cuando en cuando. De natural reservado, el espejo de su alma era, sin embargo, tan pulido y diáfano que a nadie escapaban aquellas crisis pasajeras que solían sucederle a principios de semana.

“¿Qué te pasa?”

“Ese policía no es trigo limpio”.

Que su amigo se expresara como su propia madre le vino a sonar mucho más preocupante que lo que le rondara la cabeza.

“¿Y eso?” Indagó, cauto.

“No sé, me ha mirado de una forma rara”.

“Claro”, suspiro el de medicina.

Díaz le clavó una mirada severa que le obligó a ceñirse a sus correctos y considerados modales.

“Cuando yo hablé con él no le noté nada raro”.

“Ni yo. Ha sido ahora, desde el cuarto de Pablo. Parecía otra persona”.

Miguel Ángel se sentó en la cama, a su lado y aguardó a que el otro continuara.

“Me da en la nariz que anda con la mosca detrás de la oreja”.

El veterano no pudo dejar de sonreír; el uso semántico de apéndices corporales auguraba una conversación interesante.

“Me miró como si fuera un criminal”.

“¿Por qué iba a hacer eso?”

“Tal vez porque aún no lo ha encontrado”.

Díaz dominaba el uso de silencios y de frases solemnes (a veces demoledoras como aquella) y esa tarde, a pesar de la ansiedad que aún le atenazaba, consiguió uno de los efectos más extraordinarios de su vida; Miguel Ángel, icono de serenidad, había mudado el gesto divertido  por una repentina mueca  de preocupación. Por un instante abrió la boca como si fuera a protestar, pero el veterano no se atrevió a expresar sus tétricos pensamientos y con titánico esfuerzo se obligó a ignorar las enfermizas y veladas hipótesis que en cuestión de unas pocas horas le habían sugerido dos de las personas más cabales que conocía.

“Venga ya”, trató en vano de devolverle la cordura.

Pero Díaz se parapetó, abrazado a la pelota y, exagerando un gesto de congoja, musitó:

“El domingo pasado, cuando volvía de casa, escuché que alguien lloraba”.

“Algunos le echan de menos”.

“Seguro que Gerardo no”.

Miguel Ángel cerró los ojos y suspiró.

“Lloraba de rabia, ¿sabes? Sin una pizca de pena”. 

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