Llegó hasta
el mismo fondo de la tierra a posarse en la pared húmeda de la celda, se coló
por resquicios imposibles llevada por la fuerza imparable de su naturaleza y
quedó quieta, expectante, con ganas de seguir.
El reo
la observó callado, acostumbrado a un silencio corrosivo que le había ido
devorando durante años. Por no perturbarla o tal vez incapaz ya de dar muestras
de vida, permaneció inmóvil, acuclillado en el rincón más tenebroso, allí donde
la oscuridad se había fundido con la piedra en un pozo sin comienzo ni final
por el que ansiaba cada instante deslizarse, sin alcanzar el valor de dejarse
llevar.
Vibró
sobre la pared y en los ojos secos del cautivo se estremeció el reflejo minúsculo
e hiriente hasta llenárselos de lágrimas. Un recuerdo intrascendente de siesta
serena bajo la copa frondosa de un árbol le devolvió la misma caricia del sol
tamizado por las hojas y, como un torbellino, le asaltaron también los sonidos
y los olores de una tarde antigua de verano.
El hombre
percibió sus miembros recuperar parte de la fuerza y el calor de otros tiempos
y logró ponerse en pie. Renqueante, se aproximó con cuidado y, justo antes de
que en algún lugar lejos de allí quedara enredada en otras sombras, alcanzó por
un instante a tenerla en la palma de su mano.
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